En aguas abiertas

Hacerse mayor y aceptar los cambios que supone, lo que llamaríamos “envejecer bien”, es todo un reto. Curiosamente, tiene mucho que ver con hacer espacio al niño que sigue resentido. Establecer un diálogo y acompañarlo a terminar de hacer los duelos por lo que no pudo ser y, de esta forma, recuperar algunos aspectos del juego y la inocencia.

En mi caso, os comparto que estoy recuperando algunas sensaciones físicas agradables del cuerpo flotando en el agua. Sumergirme y volver a salir, aguantar la respiración, avanzar de formas creativas, mejorar el estilo… Me conecta con el disfrute y la libertad.

En plena pandemia, me prometí profundizar en el placer de moverme libremente en el agua. Como un homenaje a esa niña. Empecé en la piscina y después, nadando, he llegado a mar abierto.

No escondo que algunos aspectos me dan miedo; saber orientarme y medir las fuerzas me crea inseguridad pero intento no enfocarme en esto ni tampoco en la profundidad, ni las medusas ni en los accidentes acuáticos de las últimas semanas. Priorizo respirar con lentitud para acompasar mi ritmo. La atención reposa en esta brazada que emerge ahora. Y después, otra. Como en la vida.

Nadar en el mar me permite soltar algo. ¡El océano es tan grande y yo parezco tan pequeña! Respiro por el lado que no viene la ola y me dejo acunar en un latido que me serena.

Quizás las cosas son así, ahora paz y disfrute, ahora una ola que me tumba. Olvido el objetivo, el horario y las obligaciones. Me convierto en este mar oscuro interior y lo abrazo una y otra vez mientras se me escapa entre los brazos. Parecería que no existe. Que no existo.

A veces, rendirme. Dejarme estar boca arriba, abrir el pecho y gritar un Si bien fuerte. Al caos y al movimiento. A la vida.

Intuir cómo seria perderlo todo. También el miedo.

Y después, con ligereza, ser devuelta a la arena rescatada de mí misma.